Los sistemas de educación tradicionales hacen que no se valoren a los jóvenes en aquello en lo que realmente son buenos, sino en aquello que se espera que sepan. Se penaliza la educación basada en competencias y habilidades como la imaginación, la creatividad, la elocuencia y hasta la inteligencia (el que duda). No son motivados ni son formados hacia la innovación, sino que son formados desde el pasado para el pasado, y no para el futuro.
Una escuela debe enseñar a mejorar, a cuestionar, a imaginar, a buscar y a encontrar nuevas posibilidades, haciendo uso del intelecto, que no es precisamente muy racional, sino absolutamente emocional. Aquí te contamos nuestro modelo educativo; cómo creemos que debería ser una escuela que prepara a profesionales del mundo de la gastronomía para el siglo XXI.
Los sistemas escolares fueron creados para ser aplicados en la Revolución Industrial con el objetivo de crear trabajadores y profesionales útiles para las necesidades del siglo XIX. Apenas han cambiado desde entonces.
Los sistemas educativos y modelos pedagógicos deben reorientarse hacia la nueva realidad y preparar a los estudiantes con nuevos modelos de enseñanza para afrontar los múltiples, constantes y grandes cambios de paradigma que van a caracterizar el siglo XXI. El futuro debe ser la constante a analizar, para prepararlos en los procesos de cambios y convertirlos en sus protagonistas en vez de en sus víctimas.
Estas necesidades implican abrazar el desarrollo de aquellas habilidades cognitivas más orientadas al hemisferio derecho del cerebro, obsesivamente olvidadas y menospreciadas por los sistemas educativos a favor de las del hemisferio izquierdo, que han marcado la jerarquía educativa dominante durante los últimos siglos.
La estigmatización del error, a través de la penalización y el castigo, impide el desarrollo de la creatividad y, en consecuencia, de la innovación, que es el motor de tracción del desarrollo y la prosperidad. Como consecuencia, solo las personas tachadas de rebeldes y desobedientes han podido desarrollarse desde los parámetros de la libertad creativa.
El error debe ser parte del aprendizaje y debe naturalizarse como una consecuencia de los procesos creativos y de innovación. Aprendemos para olvidar, porque hoy la memoria del conocimiento es un recurso externo. Accedemos a la información de forma gratuita, instantánea en cualquier momento y en cualquier lugar.
El microconocimiento se ha devaluado y lo importante es saber encontrarlo, comprenderlo y aplicarlo. Los modelos curriculares educativos parten de una taxonomía en la que memorizar está en el primer nivel y hoy este es un nivel equivocado. Accedemos y guardamos lo aprendido fuera de nuestra mente y hay que incluir este proceso en los nuevos sistemas educativos, explotarlos y mejorarlos para que nuestros jóvenes sean más eficientes en la gestión del conocimiento.
Debemos abandonar el objetivo y el método uniforme de nuestra enseñanza porque el mundo es plural y diverso. La educación debe ser reorientada hacia el reconocimiento y la potenciación de la diversidad. Trabajar en grupos heterogéneos produce mejores resultados que en grupos homogéneos.
Debemos incentivar la mezcla de culturas, intereses, géneros y edades para sumar puntos de vista diferentes e incorporarlos en los procesos creativos y productivos de la nueva realidad de este siglo.
Debemos incorporar nuevos métodos de evaluación para dar cabida a un feedback más revelador y convertirlo en la más eficaz herramienta de aprendizaje.
Debemos abandonar la evaluación del microconocimiento (las fracciones de lo que sabes) para sustituirlo por el macroconocimiento (lo que sabes hacer con lo que sabes), de forma que cada evaluación se convierta en un reto para el alumno, donde pueda analizar y autoevaluar sus avances.
Debemos hacer del feedback el protagonista del examen y plantarle cara a la rúbrica basada en los aciertos respecto a un micro predeterminado.